UN SINODO NECESARIO

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Un Sínodo necesario

Mira, a ese hotel traían a las niñas traficadas para prostituirlas», nos indican a los pocos minutos de bajar del bote. El establecimiento no se encuentra en ningún emplazamiento sórdido o escondido. Está en una plaza principal de la ciudad peruana de Caballococha, una plaza en la que también hay una parroquia. Parece que era un secreto a voces que ese lugar formaba parte, de una forma u otra, de una de las redes de tráfico de personas que opera, —casi impunemente—, en la Triple Frontera entre Perú, Colombia y Brasil. «Casi impunemente» porque unas religiosas se atrevieron a denunciar a uno de los proxenetas. El sujeto enviaba bajo engaños y coacción a las menores desde la ciudad de Puerto Nariño, en Colombia, hasta Perú o Brasil. La porosidad y falta de vigilancia en la frontera marcada por el río Amazonas hacía el resto.
«Lo enfrentamos y le dijimos en varias ocasiones que no tenía por qué meterse con nuestras estudiantes». Así lo explica enérgicamente la hermana Edelmira Pinto, Hija de la Caridad de San Vicente de Paúl, quien dirige el Internado Indígena San Francisco de Loretoyaco, un centro donde estudian más de 400 alumnos, chicos y chicas de Puerto Nariño y de las comunidades indígenas de la zona.
Las religiosas formalizaron la denuncia contra el criminal que, finalmente, fue detenido para sorpresa de todo Puerto Nariño. También para estupor de todos, el proxeneta murió un mes después en prisión. La omertà es una más de las reglas de este juego en el que el tablero es el Amazonas y las piezas son las menores, casi siempre niñas de las comunidades indígenas. El equipo educativo del internado comenzó a sospechar de que la red en Puerto Nariño podría haber extendido sus tentáculos hasta el centro. Por eso, contrataron a una trabajadora social para saber qué incidencia y profundidad había alcanzado la amenaza. Nathalia Forero descubrió cómo funcionaba la organización criminal y lo que hizo a las menores. Fueron detectados al menos 10 casos en el centro educativo. «Las poblaciones indígenas son especialmente blanco porque son mucho más vulnerables. Sobre todo, las situadas en esta zona fronteriza donde los controles son prácticamente nulos. Las comunidades solo pueden esperar que quien venga de fuera traiga buenas intenciones, porque no hay instituciones para defenderlas», explica Forero.
El turismo se ha convertido en la bendición y la cruz para la ciudad de Puerto Nariño, en la Amazonía colombiana. Trae visitantes y empleo para los jóvenes, pero no siempre «las buenas intenciones» que menciona la trabajadora social, quien nos explica otros dos casos. Unos «turistas» convencieron a unos padres indígenas para fotografiar a sus hijas. Querían plasmar el auténtico Amazonas en sus instantáneas. Con el permiso paterno las llevaron a una zona más apartada. Insistieron en que querían verlas tal y como se han mostrado tradicionalmente las mujeres de estos pueblos, es decir, sin sujetador. Los pedófilos consiguieron fotografiar a las niñas desnudas. En otra ocasión, otro proxeneta consiguió convencer a unos padres indígenas para emplear a una de sus hijas en la casa de una familia al otro lado de la frontera. La menor, de 14 años, abandonó Colombia con destino a Perú, a la ciudad de Iquitos. Sin embargo, iba totalmente indocumentada. En el mismo transporte, durante el viaje por el río, fue ya violada. En su destino final, explotada sexualmente.
En muchos casos es la Iglesia la que se juega el tipo por defender a los más inocentes y alertar de estas situaciones. «Íbamos a Puerto Nariño tranquilamente pero después de la denuncia sentimos miedo. Si salimos de la escuela nunca lo hacemos solas», sentencia la hermana Edelmira.
Ante la cada vez más constante actividad de estos criminales nació en 2014 la Red de Enfrentamiento a la Trata de Personas en la Triple Frontera de la que es coordinadora Nathalia Forero. Su equipo lo componen una religiosa en Brasil, otra en Perú y un sacerdote jesuita en Colombia. Una de sus tareas principales es concienciar a las familias y, sobre todo, a los más jóvenes, de las artimañas que se gastan estas mafias.
Las poderosas redes de tráfico de personas en esta frontera no son solo eso. Están entrelazadas con el narcotráfico y, a su vez, con la explotación de seres humanos con fines laborales. El Instrumentum Laboris para este próximo Sínodo no pasa de puntillas al señalar estos males que destrozan a las familias, a los jóvenes y cercenan cualquier esperanza de futuro. Trabajar por la promoción social de los 35 millones de habitantes de la región amazónica significa también trabajar por la promoción espiritual de cada uno de ellos.
Pero la mies es mucha y los obreros son pocos. De eso sabe mucho el obispo español Adolfo Zon. Su diócesis Alto Solimões, en Brasil, es tan grande como Grecia. Los efectivos de este javeriano son 15 sacerdotes para una población total de unas 216.000 personas. «Yo espero que este Sínodo sea una llamada a encontrar misioneros que sean capaces de entregar su vida para ponerse al servicio y caminar con esta gente», explica a ECCLESIA. La diócesis de Zon no está exenta de problemas que van desde tráfico de seres humanos pasando por narcotráfico, la explotación de la naturaleza o directamente su destrucción, hasta una alarmante falta de oportunidades y desamparo de las autoridades. «Lo duro son los desafíos, sobre todo los gritos que tanto la tierra como los pueblos están realizando. La tierra clama al cielo porque cada vez está más devastada», relata el obispo. Con sus «recursos» intenta llegar incluso a comunidades que están hasta a 15 horas en canoa a motor por el río Solimões, incluso a comunidades en las que solo hay 11 familias. «Aunque sean pocos, yo no les voy a abandonar», sentencia con total rotundidad. Por ello, solicitó refuerzos. En 2017 llegó Marta Barral a la diócesis. Es misionera javeriana y el obispo le pidió que se ocupara de atender a los indígenas que viven en la ciudad. A eso se dedica en Atalaia do Norte. Acompaña especialmente a los jóvenes indígenas que se trasladan a la ciudad para estudiar secundaria. En Brasil no pueden hacerlo en sus comunidades. Se trata de una situación difícil para estos muchachos que, en ocasiones, no acaban bien, aplastados por un entorno hostil como es la ciudad que no comprenden. El trabajo de Marta con estas poblaciones se desarrolla a fuego lento: «Es estar cerca de ellos pero no es esperar que ellos vengan a ti, sino tú salir a ellos y respetar sus rituales, respetar su espiritualidad, respetar sus creencias e intentar trabajar juntos. No hay que tratar que ellos se conviertan a nosotros, sino que nosotros podamos interactuar con ellos y aprender con ellos». Una labor que corre el riesgo de truncarse porque la Iglesia, en lugares como Alto Solimões, no tiene recursos ni materiales ni humanos. En Atalaia do Norte hay dos sacerdotes que se turnan. Uno tiene 78 años y el otro 64. Hay solo 1 seminarista: «Es decir, a corto plazo no va a haber sacerdotes. La respuesta a esta situación no es fácil pero, la realidad es que los sacramentos no están llegado. Si decimos que los sacramentos son lo primordial y no hay quien se los haga llegar, estamos privando de vida a las comunidades». Por eso, la misionera dice que es prácticamente un milagro que aquella semilla de la fe que se plantó en esos lugares haya germinado y continúe viva con el poquito que recibe. Y es que hay lugares donde solo llega el sacerdote una vez al año.
Esta ausencia de la Iglesia católica ha propiciado la entrada de otros grupos cristianos o sectas. Así sucede en lugares como Islandia, en Perú, donde la presencia de los llamados «Israelitas» es más que llamativa. A este grupo pertenecen la mayoría de los 2.000 habitantes de la ciudad. En este lugar, conocido como «la Venecia Amazónica» por estar construido en palafitos, cuenta con la presencia de una comunidad intercongregacional. Cuatro religiosas y un sacerdote que además se ocupan de atender a decenas de comunidades, algunas distantes cinco días en canoa. «Sabemos que Dios está allí. Pero necesitan también de la formación, necesitan de la presencia de la Iglesia», asegura la hermana María Emilia Kuche, presente en esta zona desde hace tres años. La religiosa abunda en la idea de que es un milagro que estas comunidades sigan conservando la fe. «Encontramos tantos testimonios de vida… que hasta te da vergüenza, porque tenemos de todo y ellos están allí, casi abandonados», explica lamentando al mismo tiempo que la única pastoral que pueden hacer sea prácticamente «de visita». «Hay que ir y quedarse», concluye. Ese abandono hace que en Islandia estas religiosas lo sean todo. Promueven la formación humana y cristiana. Informan a las personas sobre sus derechos o recogen a esa mujer a la que ha pegado el marido. «Hay muchas violaciones y mucho maltrato», explica apesadumbrada. Reconoce que lo más duro es constatar el abandono de las autoridades en un lugar que es territorio del narco y donde las religiosas arriesgan su propia integridad. «Los propietarios de los botes no quieren llevarnos a algunas comunidades porque son territorio vedado. Son zonas de coca. Así que vienen de las comunidades a buscarnos. Hay muchas familias que viven de plantar coca». Es un dinero fácil y un cultivo que saben que siempre será demandado, pero es sumamente peligroso. «Algunos van una semana o dos a la cosecha y regresan con dinero. Lo triste es que no lo saben invertir, porque salen al pueblo y gastan en los bares. Así caen en un círculo vicioso», lamenta Jaime Piña, quien trabaja para la Oficina Diocesana de Educación Católica. El centro donde imparte catequesis a los jóvenes está al lado de la casa de las religiosas. El año pasado acudían 9 a la catequesis. Este año son 27. Jaime es testigo del triste destino de muchos jóvenes de la región del Yavarí debido a la falta de oportunidades. Es difícil estar en Islandia sin sentir un ruido de fondo constante. Es el sonido que sale de los aserraderos. Toneladas de madera de la selva amazónica despachadas por decenas de muchachos que, en muchos casos, trabajan en estas empresas en modalidad casi esclava. «He hablado con jóvenes que llevan 10 y 11 años trabajando allí. El resultado de su trabajo es la nada. No tienen nada. No lo han sabido administrar y no pueden dejar de trabajar porque no tienen más oportunidades». Pueden pasar hasta seis meses trabajando y viviendo en el propio aserradero. Mano de obra casi esclava sometida a un burdo chantaje para no poder romper nunca sus cadenas: «¿Cómo les tienen enganchados? Trabajan 5 o 6 meses, logran ganar unos 3.000 reales. Cuando entregan las maderas les dicen que no pueden pagarles los 3.000 sino 2.500 o 2.000. Les prometen que el resto se lo entregarán la próxima vez que trabajen para ellos. Así les tienen sometidos». Por eso, en sus visitas a los colegios, Jaime intenta no solo dar formación religiosa, sino también en valores, defensa de la vida y cuidado del medio ambiente, para que la coca o la madera no sean las únicas dos opciones de futuro.
El problema es que para algunos gobiernos, los indígenas son «un mal necesario». Es lo que asegura la misionera Dominik Szkatula. Trabaja desde hace 37 años en el mismo vicariato al que pertenece Islandia, San José del Amazonas. Es una misionera laica polaca, enamorada de la región amazónica. Por eso, mientras nos habla se siente el dolor en sus palabras al denunciar que para los gobiernos de Perú, las comunidades indígenas son «poblaciones de segunda categoría» a las que hay que abandonar porque viven «en un territorio a explotar». En el Amazonas peruano hay tantos vertidos petrolíferos que ya ni son noticia. En el mes de julio el Gobierno peruano no tuvo más remedio que declarar la emergencia por un derrame que afectó a unas 1.300 familias. En ocasiones, las autoridades acusan de sabotaje a las propias comunidades indígenas a las que, en represalia, privan de ayuda en forma de agua o alimentos. «Uno de nuestros misioneros, que es médico, ha podido descubrir en la población niveles de cadmio y mercurio superiores a lo permitido. Y no tienen ningún tipo de compensación por ello. Si antes mataban a los indígenas en forma de genocidio, hoy en día es lo mismo solo que les están exterminando con una muerte lenta», afirma Dominik amargamente. Pese a esta situación, y después de casi 40 años entre indígenas, la misionera sigue asombrada por la espiritualidad de estos pueblos: «Es increíble su alegría pese al sufrimiento. Eso es cristiano».
Los indígenas solo quieren algo tan sencillo, pero tan aparentemente complicado, como vivir en la tierra en la que nacieron. Pero los poderes que quieren echarlos son fuertes y sus intereses son muchos. Una de las falacias más efectivas que se ha extendido para justificar su expulsión es la de que «los indígenas quieren vivir en las ciudades y dejar de ser indígenas». «Hay toda una idea de los pueblos originarios como si hubieran permanecido sin cambio ninguno desde siglos atrás. Son comunidades vivas, activas y que tienen propuestas propias», explica Mauricio López, secretario ejecutivo de la REPAM, la Red Eclesial Panamazónica, que ha recogido con esmero el sentir de la Amazonía para llevarlo hasta Roma. Para ello se ha servido de valiosos aliados, incluso no católicos, como Anitalia Pijachi, activista indígena. La colombiana lleva 20 años luchando por la supervivencia de los pueblos originarios. La historia de la aniquilación del indígena corre por sus venas: «Yo soy el resultado de esos procesos de violencia», nos relata. Su comunidad, los ocaima, cuenta con solo 100 personas. La mayoría fueron víctimas del llamado «Genocidio del Putumayo», una herencia de dolor que arrastra su familia desde hace 100 años. Es también llamado «Genocidio del caucho» y fue la brutal esclavización de miles de indígenas para extraer caucho de los bosques amazónicos a principios del siglo XX. No está claro cuántas personas pudieron perecer a causa del trabajo extenuante o de las torturas pero podrían ser entre 50.000 y 250.000. Esa experiencia de defensa de los pueblos indígenas, motivada por el deseo de que no vuelva a ocurrir algo así nunca más, está siendo una rica aportación para la REPAM. Pijachi agradece al Santo Padre la convocatoria de este Sínodo.
«Nuestros abuelos dicen que por fin ha llegado el abuelo del blanco que siente como nosotros y que piensa como nosotros. Ese abuelo del blanco es el Papa Francisco».
Santiago Yahuarcani también es hijo de aquel genocidio: «Mi abuelo lloraba al recordar la época del caucho. Nos contaba que al que no traía suficiente caucho, le cortaban las orejas, los dedos, lo ataban a un árbol al sol, le tiraban a un agujero profundo para que muriera o lo mataban de hambre». «Ahora no hay genocidio ni nos esclavizan pero el Gobierno nos mata destrozando nuestra Amazonía. No les interesa quien vive ahí, solo el petróleo», denuncia este indígena que es pintor porque su madre le pidió que no dejara que se perdieran las raíces de su pueblo. Algunas de sus obras incluso se han expuesto en Madrid. Santiago es católico, pero ni mucho menos reniega de sus raíces y espiritualidad indígena, de la que hace gala en sus pinturas. Pese a que lamenta que la Iglesia en el pasado «hiciera cosas malas», reconoce que es la que «ha acompañado y acompaña a los pueblos indígenas». Por eso, también celebra la convocatoria del Sínodo y reivindica que lo que les enseñan los abuelos de la comunidad y lo que se enseña en las parroquias no es tan diferente: «Por eso, digo que si nos conocemos más entre nosotros, nos vamos a amar más».
Ese encuentro entre sentir indígena y fe se materializa los domingos en lugares como Umariaçu, una comunidad indígena urbana. Está en Tabatinga, en Brasil, y está dividida en dos partes. Una es católica y la otra es evangélica. Hace unos años toda la comunidad era católica, pero la cada vez menos frecuente presencia católica permitió que llegaran las sectas: «Es un problema que comienza a dividir la comunidad. Unos son católicos y otros se pasan a iglesias con un pastor que no hace más que amenazarlos con el infierno, con que no pueden mantener su cultura… se dividen incluso las familias», explica el padre Valerio Sartor, sacerdote jesuita que desde hace cinco años trabaja en esta Triple Frontera. Él vive en Leticia, Colombia, pero algún domingo se desplaza hasta Brasil, a apenas unos minutos en coche. Cuando llegamos, la megafonía de la parroquia anuncia que hoy habrá misa porque ha venido un sacerdote. El resto de domingos, solo cuentan con la celebración de la Palabra. «En la Amazonía hay una manera diferente de ser Iglesia, quizá no con todos los rituales de la Iglesia de Roma, pero se puede celebrar la vida, a Jesucristo y el misterio de Dios de formas un poco distintas. No significa que se pierda la centralidad de la fe cristiana, ni la centralidad del Misterio, ni la centralidad de la presencia de Jesús. Por eso, el Sínodo tiene que mirarnos con cariño, con una mirada distinta. Simplemente la Iglesia amazónica es distinta de la Iglesia europea pero es una única Iglesia», afirma el jesuita a las puertas de la parroquia donde estrecha la mano de cada persona que entra en el templo. La misa dominical se desarrolla en portugués y en ticuna, la lengua de los miembros de la comunidad de Umariaçu.
La atención de la Iglesia por el Amazonas no es una moda verde o filántropa de nuestros días. El proceso de consultas para este Sínodo impulsado por la REPAM que llevará a Roma la voz de 87.000 representantes de los 9 países en los que se extiende la cuenca del Amazonas, es el último hito de un camino para otorgar el protagonismo que merecen los habitantes de esta región. Desde la década de los 50, los pastores amazónicos han buscado unas líneas maestras para la evangelización y la promoción humana integral de su rebaño. Una de las principales orientaciones es el documento de Santarém de 1972 resultante del encuentro interregional de los obispos de la Amazonía. Hace décadas, la Iglesia en el Amazonas depuso cualquier actitud de triunfalismo y abrazó dos nuevas premisas: la Encarnación en la realidad, por el conocimiento y la convivencia con el pueblo, en la sencillez; y la evangelización liberadora. En 1990, los obispos amazónicos publicaron «En defensa de la vida en la Amazonía», un manifiesto que captó la atención mundial y en el que, sin paños calientes, llamaban «sembradores de muerte» a los que «agreden de forma violenta e irracional a la naturaleza, destruyendo los bosques, envenenando los ríos, contaminando la atmósfera y matando a pueblos enteros». «La sangría de la Amazonía ya llega al extremo y la creación de Dios gime en el estertor de la muerte», denunciaban ya hace casi 30 años. Esos gemidos, esos gritos que llevan décadas saliendo del Amazonas, parece que resonarán por fin este octubre en los oídos de una Iglesia que quizá, hasta ahora, ha pecado de excesivo eurocentrismo.

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