Olga Lucía Álvarez Benjumea*
“Por el rescate
de la visión de Jesús,
-según como se
encuentra en el Evangelio-
para
nuestra Iglesia y nuestro mundo”.
Así como evoluciona una
semilla bajo tierra, así fue reventando y creciendo mi vocación, en medio de
piedras, raíces y falta de agua incluida, en lo más profundo de la oscuridad
terrenal.
Como niña, admiraba el
brillo externo de mi parroquia, las vestimentas sacerdotales, el gentío, el
toque de las campanas, la música y el incienso que con olor y espeso humo,
parecía que todo lo que sucedía, lo envolvía y cubría.
Con mis hermanos,
jugando en casa, todo lo que era del culto a lo divino lo repetíamos. En ese
entonces, mi madre y una tía, cual jardineras-cultivadoras, nos fueron
enseñando la no discriminación. En el altar, todos teníamos las mismas funciones
y nos turnábamos: quien hacía de cura, quien predicaba, quien de monaguillo,
quien de fiel observador escuchando... De mi parte, este último también lo
incluiría, pues la responsabilidad eclesial es de todos/as.
Es en la catequesis,
escuela y colegio donde aprendo que el templo y el altar son tarea exclusiva
del varón. Lo confirmé, cuando en una ocasión quise, de manera tímida, sacar mi
cabeza para mirar lo que ocurría en el interior de la sacristía, mientras que
el cura y sus ayudantes se revestían. El señor cura (el Padre Hernández) con
cara adusta, me indica que deje de mirar y me retire. Hasta aquí fueron mis
"amores... pues mi abuelo me cogió del brazo, sacándome del templo, y me entregó
a papá, quien me regañó muy "suavemente". Aún me duele, porque no era
consciente de que estaba haciendo algo malo.
De todas maneras, en
todo este proceso yo iba aprendiendo que tenía que ir al cielo y no al infierno.
El camino propuesto parecía sencillo y fácil. Bastaba con decir a TODO “si” y “creo”, cumplir los
mandamientos de la Ley de Dios, las Bienaventuranzas y recibir todos los
sacramentos, menos uno y medio, por ser mujer. Sin poder preguntar si eso me
favorecía o no, o cuáles eran las ventajas de dicha exclusión.
Pasé muchos años en esa
nebulosa, de luces y sombras, leyendo la vida de santos y santas y viviendo mi
deseo de parecerme a ellos. Don Bosco me fascinaba por la forma en que trataba
el trabajo con los jóvenes. Pero yo no podía ser cura. Me impresionaba la
lectura de los mártires, primeros cristianos en Roma. Luego, vino la época de
la Segunda Guerra Mundial... las historias de persecución contra los
cristianos, los judíos, los homosexuales, los gitanos y la Iglesia... Lloraba
viendo las revistas que llegaban con las imágenes de personajes torturados como
el Cardenal húngaro Joseph Mindszenty. Oraba y sufría por el Papa de mi
adolescencia, Pío XII. Me impresionaba
lo que se vivía en la Iglesia del Silencio.
En ese entonces,
todavía no podíamos leer la Biblia. Era un libro de misterio, fascinante, reservado
a los santos y santas con permiso especial.
A pesar de la dureza de
la Iglesia, nunca dejé de trabajar en ella. Fui catequista. Repitiendo y
haciendo repetir, lo que había aprendido. Fui misionera UFEMI (Unión Femenina
de Misioneras), quería salvar almas para el cielo y, de paso, la mía. Se
terminó el Vaticano II y empecé a leerlo. Me gustaba. Después trabajé en el
CELAM, (1968). Fui una de las 4 secretarias en tan importante Conferencia. Mi
mente y mi corazón tomaban cada vez más oxígeno eclesial, lo disfrutaba y
gozaba. Mi formación espiritual la debo a Mons. Gerardo Valencia Cano,
(Fundador de UFEMI). Trabajando con él, en Buenaventura, me envió a Bogotá para
abrir la oficina -que hoy se conoce como el Servicio Colombiano de Comunicación
Social- donde seguí discerniendo y
creciendo en la búsqueda de mi propia libertad, no sólo con los documentos que
pasaban por mis manos, sino por la práctica y el ejercicio de la Teología de la
Liberación en el campo y en el sector popular. Eran los albores de la Teología
de la Liberación. Desde allí se daba a conocer mediante simposios y talleres no
solo en Colombia, sino a nivel de América Latina, hasta que los recursos fueron
retirados a petición de un cardenal, cuyo nombre se me “escapa”, pero que dejó
honda huella de dolor y tiranía en la Historia de la Iglesia.
Con la información y
reflexión que venía haciendo, fui madurando en el aprendizaje y conocimiento de
la Biblia. Ello dejó en mi alma huellas profundas. El contacto y la formación
con grandes mujeres como: Graciela Melo (q.e.p.d) y Alicia Winter, ambas
teólogas, la una católica y la otra presbiteriana, generaron en mí el deseo por
conocer y desmenuzar la Biblia con ojos de mujer. Entré a formar parte del
CEDEBI (Colectivo Ecuménico de Biblistas) y la Comisión de Mujeres de la CRC
(Conferencia de Religiosos de Colombia) desde donde disfrutábamos, desentrañando
el mensaje bíblico.
Mi vocación
presbiteral, como semilla primaveral, recién empezaba a germinar. Fueron las
lecturas de las parteras de Egipto, descubrir a Sara, Lea, Dina (hija de Jacob)
Débora, Judith, la profetisa Huldá, Nohemí y Ruth, Esther, la mujer
descuartizada, la madre de Sansón, las abuelas de Jesús... Las mujeres del
Nuevo Testamento...éstas, más conocidas, fueron el mejor abono para la
germinación de mi llamado.
De todas ellas aprendí
a recoger sus experiencias de vida. Conocían las costumbres, normas, leyes, las
violaban o cumplían, haciéndolas efectivas. Muchas, en el anonimato, el
escritor sagrado las "olvida"; pero sus lecciones, hasta por el mismo
Cristo, fueron aprendidas (Marcos 7: 14-30), la samaritana (Juan 4: 1-42).
Me emocionaba
descubrir, confirmar mediante la fe, la oración, la reflexión y la sabiduría,
presente en el desarrollo del proceso de la Iglesia, la sociedad y la cultura,
que era posible y necesario cambiar sus estructuras; no se trataba de acabar
con ellas, pero sí actualizarlas y fijar nuevos rumbos para que se
desarrollaran, florecieran y dieran fruto, y que no se quedasen sólo en el mero
ramaje.
El análisis de la
realidad afloraba cada vez más, diagnosticando que algo se menoscababa. Pero,
¿cómo? ¿Qué hacer? El hierro y el cemento que se han ido poniendo en la tierra
es pesado; ¡y la semilla no puede eclosionar! La cúpula, a pesar de sus
hermosos vitrales, impide que llegue a la semilla, la luz del sol.
Es cuestión de tiempo.
Del cielo, cae y cae la lluvia, deteriorando estructuras y cemento, hasta calar
las piedras. Una gota de agua debió de poder colarse y llegar hasta mi semilla.
Elfriede Harth (colombo-alemana), escuchó acerca de mi búsqueda e inquietudes
para atender mi llamado. Creo que fue la gota que permitió que mi semilla
comenzara a germinar. Ella me narró la historia de Ludmila Javoroba (presbítera
católica romana, Checoslovaquia 1970), llegando hasta las mujeres ordenadas en
el Danubio y el Movimiento Presbíteras Católicas Romanas. ¡Para mí era un imposible!
Me sonaba como una música fuera de cuerda. ¿Será otra secta? Por algún tiempo
el hecho quedó grabado, guardado en mi corazón. Seguí investigando... y
conociendo otras experiencias.
Después de pensarlo,
pedí a Elfriede ponerme en contacto con la obispa Patricia Fresen (alemana). Me
gustó su historia. Había sido profesora en Johannesburgo-Sudáfrica, enseñando
Homilética a los seminaristas, siendo religiosa Dominicana. Había sido retirada
de la Congregación, abruptamente, por haber sido ordenada como presbítera. La
conocí como ex-religiosay obispa; su testimonio fue clave para mí. Su lema no había cambiado: "contemplación-acción".
Patricia me respondió y me puso en contacto con las hermanas americanas. Desde
entonces, hace ya 10 años, vivo esta experiencia primaveral dentro de la
Iglesia.
Fui ordenada el 11 de
noviembre de 2010 en Sarasota (Florida) por la Obispa Bridget Mary Meehan, en
la víspera de la fiesta de la Virgen de Guadalupe. Haciendo caso omiso al
dictamen del canon 1024 que dice brevemente: “Sólo pueden ser ordenados hombres bautizados”. Me atengo a las
enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica romana que, a la letra, dice:
“Dios no es, en modo
alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en
el cual no hay lugar para la diferencia de sexos” (N. 370). *
¡Mis hermanas y yo
hemos sido creadas a imagen y semejanza
de Dios! (Génesis 1:26)
Pablo en la Carta a la
comunidad de Gálatas 3:28 y a nosotras/os nos dice: “Ya no hay judío, ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer porque todos son uno
en Cristo Jesús”.
Jamás como presbítera -y
hoy como obispa- me he sentido excluida o rechazada dentro de mi Iglesia, a
pesar del canon 1398 latae sententiae, porque nunca he
renunciado a mi Bautismo y nadie me lo puede borrar o arrebatar.
No he sido llamada al
presbiterado para competir con los presbíteros y obispos varones, ni aspiro a
poder alguno. Mi vocación surge de la necesidad y escasez de sacerdotes para
atender a los fieles en su crecimiento espiritual, al rescate y anuncio del
Evangelio. He vivido la experiencia de conocer sacerdotes que les toca atender
diariamente entre 10 y 12 celebraciones eucarísticas diarias…con
desplazamientos al campo. Antes de ser ordenada hubo un hecho que aceleró el
que buscara mi ordenación: me llamaron para atender una Unción de los enfermos (que
yo no podía hacer) y me pidieron buscar un sacerdote para atender a la madre de
una amiga. La familia ya había tocado varias puertas y las respuestas habían
sido: “el Padre se encuentra dando clases
en la universidad” o “No son de mi
Parroquia, no puedo,…” y así sucesivamente.
Pertenezco al
Movimiento Internacional de Mujeres Sacerdotes Católicas Romanas, quienes
estamos dentro de la Iglesia. La jerarquía, de manera oficial, no nos reconoce
legalmente; pero si nos reconocen muchos fieles, muchas religiosas y varios
sacerdotes y obispos, los cuales han manifestado su apoyo y simpatía a esta
experiencia de primavera eclesial.
En el Movimiento
internacional de Mujeres Presbíteras, Catholic Women Priest, somos dos grupos
en los Estados Unidos, RCWP-USA
(Roman Catholic Women Priests-USA) y ARCWP
(Association of Roman Catholic Women Priests). Cada grupo tiene su propia
estructura administrativa. Ambos se comunican entre sí y comparten recursos en
una lista de chat común y retiros nacionales. Cada uno tiene un enfoque
diferente para administración y gobierno; y la preparación del programa en la
formación. Ambos trabajan por la justicia social, especialmente para las
mujeres y los niños, desplazados/as, emigrantes, refugiados.
Tanto en RCWP como en
ARCWP nuestra misión apostólica es apoyar a las mujeres que son llamadas
al sacerdocio en una iglesia inclusiva, preparar y ordenar en la sucesión apostólica (no de poder sino de servicio).
ARCWP
(Asociación Romana Católica de Mujeres Presbíteras) –a la cual pertenezco-
estamos en Estados Unidos, Canadá, América Latina y en todo el mundo. Mujeres y
hombres calificados son preparados para servir al pueblo de Dios como
sacerdotes. Nuestros ritos son de acuerdo con las normas estipuladas por la
Iglesia Católica Romana, promoviendo la igualdad de derechos y justicia para
las mujeres en la Iglesia, según el Bautismo. La justicia para el pueblo de
Dios es constitutiva del Evangelio de Jesucristo.
RCWP
también
incluye miembros en Europa, Canadá, Sudamérica, Sudáfrica y recientemente en
Taiwán.
Nuestras estadísticas muestran
un alto porcentaje de obispas. Hacemos notar que en la historia temprana de
RCWP hubo una necesidad de varios obispos en Europa para continuar en la línea
de Sucesión Apostólica y, desde entonces, debido a la distribución geográfica de
los miembros especialmente en los EE.UU. (más de 32 Estados) hemos tenido la
necesidad de tener una obispa consagrada por región. Las obispas de RCWP y
ARCWP no tienen derechos administrativos, son vínculos de unidad y presencia pastoral.
Estamos en la tradición
profética de la santa obediencia al Espíritu que llama a todas las personas al
discipulado. El Movimiento comenzó con la ordenación de siete mujeres en el Rio
Danubio en 2002. Hoy en día somos más de 300 mujeres sacerdotes y 18 obispas (3
eméritas) en todo el mundo. Las primeras mujeres obispas fueron ordenadas por
un obispo católico romano, en sucesión apostólica y en plena comunión con el
Papa.
Nuestro ministerio es
de servicio a nuestra Iglesia, en un ministerio sacerdotal renovado dándoles la
bienvenida a todos/as a celebrar los
sacramentos en comunidades inclusivas, centradas en Cristo. Contamos con
comunidades en Alemania, Austria, Francia, España, Escocia, Canadá, Estados
Unidos y América Latina (Colombia, México, Venezuela, Ecuador).
Nuestro carisma específico
es dentro de la iniciativa global de presbíteras mujeres católicas en el vivir
la igualdad y la justicia evangélica para todas/os, en la Iglesia y en la
sociedad actual. Trabajamos en solidaridad con los pobres, explotados y marginados
por la justicia estructural y transformadora en la sociedad con todos los
creyentes. Nuestra visión es actuar como una comunidad de iguales en la toma de
decisiones como organización y dentro de comunidades eclesiales de fe. Abogamos por el rescate de la visión de
Jesús como tal, según como se encuentra en el Evangelio para nuestra Iglesia y
nuestro mundo.
La primera vez que
concelebré con las mujeres recién salidas de la cárcel, (y digo concelebrar,
porque en el momento de la consagración todas fueron invitadas a pronunciar las
palabras de la consagración conmigo) sus comentarios fueron: “Primera vez que no nos sentimos, señaladas,
acusadas, regañadas y rechazadas”. Una abuela recluida por 5 años por culpa
de sus nietos, nos repartió la comunión. Es hacerla sentir Iglesia, con
responsabilidad de ser Iglesia.
En América Latina
destacamos como base fundamental, pilar y sostén de la Iglesia la formación del
laicado. Como presbíteras somos sus servidoras. Son ellos/as los responsables
del cuidado de la fe y los valores cristianos en sus hogares. Lo/as laico/as
son la Iglesia en el mundo. (LG 31; Juan 17:15-21-23.).
Son ellos (padres y
madres) en los sacramentos del Bautismo y Primera Comunión quienes bautizan y
dan la comunión, en presencia de la comunidad y de quien preside la ceremonia.
Esta participación les lleva a la reafirmación del compromiso en el cuidado de
la fe y de los valores cristianos.
Son los laicos los que
nos enseñan y comprometen a participar activamente en la triple tarea
evangelizadora: profética, litúrgica y caridad social. Confesando la fe y denunciando las injusticias (LG
35); ofreciéndose así mismas/os en el servicio al Reino de Dios (LG34)
dignificándose y elevando la dignidad de las personas, la justicia, la verdad,
la reconciliación y la paz.
En cada celebración
eucarística, la presencia del adulto mayor se destaca ante la comunidad. Son
ellos los que reparten la comunión, como miembros y pilares visibles de la
Iglesia, guardianes de la fe dentro de la comunidad. ¿Cómo no recordar el papel
del anciano Simeón y de la profetisa Ana, en el Templo? (Lucas 2:29-32; 36-38).
A los niñas/os se les
da participación, no solo como acólitos, también hacen las lecturas y
participan en el diálogo de las homilías. (Mateo 19:14).
Recién estamos iniciando
una experiencia comunitaria, en un barrio popular, viviendo en una Villa Comunitaria
con 5 familias, haciendo Comunidad con ellos/as. Nuestro ministerio tiene
sentido en Comunidad, sino hay Comunidad, no hay Iglesia. Son ellos/as quienes
solicitan nuestros servicios, nos apoyan y se solidarizan en nuestra presencia
en la Iglesia como mujeres presbiteras.
Dios llama a mujeres y a
hombres, no importa la edad, etnia, color, nacionalidad o género. ¿En qué parte
del proceso va el desarrollo de tu experiencia en esta primavera eclesial? ¿Te
atreves a ser parte de ella?
* Presbítera católica
Envigado,
Diciembre 11/19 (10 años celebrando mi presbiterado).
____________________________
BIBLIOGRAFIA:
Comentarios
Publicar un comentario