Juan
José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y
Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus
últimos libros cabe citar: Teologías del Sur.
El giro descolonizador (Trotta); Ignacio
Ellacuría. Teología, filosofía y crítica de la ideología, en colaboración
con José Manuel Romero (Anthropos) y Hermano y Islam
(Trotta).
Las causas y
reivindicaciones de igualdad de las mujeres pueden esperar. Siempre hay otras
prioridades que atender, otras reivindicaciones que defender, otras causas que
apoyar. Es la ley de la historia
patriarcal. Pero también de las revoluciones sociales, políticas, culturales,
en las que han intervenido y siguen interviniendo las mujeres no como comparsas
o detrás de los hombres, sino como protagonistas. Y a la hora de las
transformaciones, primero programáticas y luego puestas en la práctica, los
cambios referidos a las mujeres pasan a segundo plano o se dejan ad kalendas graecas. En la agenda de las
revoluciones se prioriza la justicia social sobre la justicia de género, la
igualdad política que no reconoce la igualdad de género, la violencia del
sistema, pero no la violencia de género que el propio sistema genera.
Un
ejemplo paradigmático es la Revolución Francesa, que proclamó en 1789 la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, pero negó a las mujeres los derechos políticos y sociales. La
intelectual política Olimpia de Gouges osó responder dos años después a la citada
Declaración patriarcal con la Declaración
de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana y fue guillotinada por los
propios revolucionarios. En el artículo 10 de su Declaración Olimpia afirma:
“la mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener igualmente el derecho
de subir a la tribuna”. Ella subió al cadalso, pero no pudo subir a la tribuna.
En el epílogo de su Declaración se dirige a las mujeres de esta guisa:
“¡Mujeres!, ¿Cuándo dejaréis de estar
ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la revolución? Un desprecio más
marcado, un desdén más visible […]. Cualesquiera que sean los obstáculos que os
opongan, podéis superarlos; os basta con desearlo”.
La
ley de la historia patriarcal de la exclusión de las mujeres ha vuelto a
repetirse en el Sínodo Panamazónico, celebrado recientemente en Roma, al que
dediqué mi artículo anterior con merecidos elogiosos y sobre el que anuncié un
nuevo artículo sobre el tratamiento que da al papel de las mujeres en las
comunidades cristianas amazónicas. En este Sínodo, que podríamos calificar de
“revolucionario” por nuevo paradigma ecológico que introduce en el catolicismo,
la causa de la igualdad y de la paridad de las mujeres en la Iglesia católica
se ha visto de nuevo relegada, cuando no negada.
En
la Declaración sinodal se hacen avances importantes. Se habla de la necesidad
de ampliar espacios para una presencia femenina más incisiva y de que la voz de
las mujeres sea oída, que ellas sean consultadas, participen en las tomas de
decisiones y asuman su liderazgo con más fuerza en la Iglesia. Hay un
reconocimiento de la ministerialidad que Jesús reservó a las mujeres y una
petición de que se cree “el ministerio instituido de la mujer dirigente de la
comunidad”. Se reconoce su papel de protagonistas y guardianas de la casa común
y que, por ello, son con frecuencia víctimas de la violencia física, moral y
religiosa, incluido el feminicidio.
Aun
reconociendo los avances que estos planteamientos suponen en relación con las
mujeres, estamos en un lo que suele un ejemplo de “discurso de la excelencia”,
que no se traduce en mediaciones concretas para el ejercicio de funciones directivas
y es desmentido por la propia dinámica del Sínodo. Veamos cómo.
La
representación y la participación de las mujeres en él fueron asimétricas en
relación con los hombres: participaron 184 hombres y 35 mujeres. A dicha
asimetría hay que añadir otra limitación más grave: el reglamento del Sínodo
solo permitía votar a los varones con exclusión expresa de las mujeres. Ni
siquiera las numerosas manifestaciones de las religiosas a favor del voto de
las mujeres participantes en el Sínodo fueron escuchadas. Mantenella y no enmendalla!
El
documento del Sínodo ha dejado sin efecto su inicial apertura hacia el
protagonismo de las mujeres. Habla de la necesidad de que haya mujeres
adecuadamente formadas y preparadas. Pero, ¿para qué? Para que puedan recibir
los ministerios del lectorado y del acolitado, que ya están ejerciendo y,
además, son irrelevantes desde el punto de vista eclesial, ya que se limitan a
la lectura de los textos bíblicos y a la ayuda instrumental al sacerdote en las
celebraciones litúrgicas.
Se insiste en la petición de “ordenar
sacerdotes a hombres idóneos y reconocidos de la comunidad pudiendo tener
familia legítimamente constituida y estable”. Esa petición responde a uno de
los principales problemas para el Sínodo: el de la falta de sacerdotes que
atiendan a las comunidades cristianas de la Amazonía. Esa era la preocupación
de los sinodales, en su mayoría varones, no resignificar el papel de las
mujeres, que pasa a segundo término, e incluso a un marginal. ¿Es que no
existen mujeres en la Amazonía con una familia legítimamente constituida
idóneas y reconocidas por la comunidad? Claro que existen y el propio Sínodo lo
reconoce como hemos indicado anteriormente. ¿Por qué, entonces, se las excluye
del sacerdocio? Estamos ante una clara contradicción y ante una manifestación
del patriarcado en estado purísimo.
Tras
el fracaso y la disolución de la Comisión creada por Francisco para el estudio
del diaconado femenino en la Iglesia católica, el Sínodo ha retomado el tema. No
puedo compartir la idea del diaconado femenino, porque, de instaurarse
institucionalmente y atendiendo a las funciones auxiliares que se le asignaría,
las mujeres seguirían siendo subalternas
y estarían al servicio de los sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad
cristiana, y pasarían a un estado de servidumbre –no de servicio- permanente.
Creo
que es hora de pasar de la subalternidad de las mujeres a la igualdad; de la
sumisión al empoderamiento; de su estatuto de dependencia a la autonomía; de
objetos decorativos a sujetos activos. Y eso con el diaconado femenino no se
lograría; más bien, se prolongaría su minoría de edad bajo el espejismo de que
se está dando un paso importante hacia adelante y de que se les concede
protagonismo.
Para
que se produzca un cambio real en el estatuto eclesial de las mujeres es
necesario que sean reconocidas como sujetos religiosos, eclesiales, morales y
teológicos, cosa que ahora no sucede.
Cualquier
discriminación y cualquier injusticia de género son, antropológicamente,
contrarias a la igual dignidad de todos los seres humanos; teológicamente, van
en contra de la creación de ser humano como hombre y mujer a imagen y semejanza
de Dios; eclesialmente, son contrarias al movimiento igualitario de Jesús de
Nazaret, al principio de fraternidad-sororidad que debe regir en la Iglesia y a
la igualdad de las cristianas y los cristianos por el bautismo.
Sin
igualdad y justicia de género, la Iglesia católica seguirá siendo hoy una de
los principales bastiones del patriarcado, hasta conformarse como una patriarquía. Ahora bien, para justificar
dicha patriarquía no puede apelar a Jesús de Nazaret, sino al patriarcado
religioso, basado en la masculinidad sagrada, que apela al carácter varonil de
Dios para convertir al hombre en único representante y portavoz de la
divinidad.
Afirma
la filósofa feminista Mary Daly: “Si Dios es varón, entonces el varón es Dios”.
En el mismo sentido escribe la intelectual de la Tercera Ola del feminismo,
Kate Millett, en su libro Política sexual:
“el patriarcado tiene a Dios de su parte” (Cátedra, Madrid, 114). Quizá habría
que decir, mejor, que son las masculinidades sagradas las que se arrogan la
representación patriarcal de Dios y es a ellas a quienes el patriarcado ha
tenido y sigue teniendo de su parte. ¿Hasta cuándo? De nosotros y nosotras depende
que esa situación se perpetúe o, por el contrario, cambie.
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