CARTA DE GONZALO ARANGO, (NADAISTA) A MONSEÑOR GERARDO VALENCIA CANO.

 








El Monasterio. Bogotá

Querido Monseñor Valencia:

Gracias por el viaje fabuloso a San Francisco de Naya: gracias por esos cinco días inolvidables al sol y al agua que me enseñaron más de Dios que cien sumas teológicas: gracias por abrirnos el corazón de la selva, el alma de los nativos llenos de bondad y música.

Todo fue hermoso como volver al paraíso y encontrar el hilito perdido de la raíz cósmica, la nostalgia de la inocencia, la identidad de las estrellas.

Todo allá me recordó que el hombre fue maravilloso en otra edad, que nuestra actual miseria espiritual surgió del divorcio con los astros, la naturaleza y el río: ese dios que calma toda sed, arrulla los sueños, comunica y acerca a los hombres, al que dedicaste un hermoso y sencillo homenaje lírico aquella mañana que consagraste los frutos en el altar al aire y a pleno sol de la Misa sobre el mundo.

¡Qué diferencia entre la calidad humana de la selva y estos muladares civilizados! La ciudad moderna es un desierto con semáforos, el verdadero exilio, una pena de muerte que cumplimos diaria, inexorablemente. El paraíso es allá, Monseñor, y nada tienen que envidiarnos como no sea la chequera de nuestra desdicha, la infelicidad remunerada, mal remunerada.

Yo, que transito por estas avenidas vertiginosas no encuentro verdaderos hombres sino montoneras desalmadas, neuróticas, que tienen empleo pero no un destino, que van perdidos en la manigua del cemento pero carecen de meta; robots inventados por una diabólica tecnología, cifras insignificantes de una tenebrosa contabilidad.

Yo soy de ese reino, Monseñor. Yo no venderé mi alma al demonio del dinero y el poder. Allá todo es pobreza, menos el hombre. Aquí todo es progreso, menos el hombre.

Soy de esa raza con toda mi alma, de la raza que fabrica música con tarros de latas, que arranca melodías al corazón de la madera, que baila bajo las estrellas en un éxtasis de adoración, que ama todo religiosamente, que no sabe rezar padrenuestros pero en cambio bendice el Universo, su instinto es un lenguaje espiritual: la blancura inmaculada de sus corazones negros.

No aspiro a elogiar el dolor y la pobreza, que más allá de un límite degradan la condición humana y la condenan a una mortal servidumbre. Mi convicción – que coincide con la suya – es que no hay que “civilizar” a los nativos, ni desarraigarlos de su cultura y tradición, en las que son felices, o por lo menos más puros, más humanos, más hijos del sol: en contraposición a este putrefacto y bastardo Homo Sapiens de la civilización.

A los nativos hay pues que dejarlos florecer en su propio terrón, en su terrón de paraíso en que fueron sembrados. Incluso, arraigarlos aún más para que la parcela que fecundan con el sudor de su trabajo y la esperanza del fruto, sea la imagen más viva y grata de lo que es la Patria. No el símbolo patriotero ajado, ni el amarillo del oro que se roban los gringos, ni el azul fascista de los godos, ni el rojo del “glorioso” partido de los demócratas del Jockey (Club). Sino una realidad espiritual con horizontes, menos que se unen en la amorosa solidaridad del pan, la ternura, y la pena.

Sólo repito lo que aprendí de tus “sermones” en las noches pacíficas del mar y los aserraderos donde los negros nos brindan sus techos de paja, un lecho en tablas de salvación para nuestros sueños, y esos cantos de una belleza tan mágica, de una pureza tan salvaje, que eran alabanzas al Universo, es decir, ¡serenatas a Dios!

La pobreza material del hombre y su instrumento nunca habían entonado himnos de adoración más profundos y más cerca de la ventada de Dios. Y yo nunca me sentí más orgulloso de ser hombre que junto a esos hombres que con manos rudas de aserradores ponían a hablar la madrea en un lenguaje de dioses, de almas entre sí.

Entonces pensé para qué diablos el confort y los colchones de plumas si sólo sirven para acunar insomnios de poder y de gloria, terribles pesadillas. Porque si allá tienen sentido y es hermosa la lucha por la vida en la que ella implica de destino, aquí carece de sentido el Progreso, que no es más que una rapiña de ambiciones, egoísmo, rebañismo del peor linaje, y en definitiva una violenta lucha por la muerte.

Por eso te digo Monseñor que soy de tu reino, de ese en que la semilla lucha por ser flor, la flor fruto alimento del cuerpo y dignificación del espíritu. Porque para nosotros la Redención empieza ahora y aquí, y Cristo es cada hombre que clama por ser rescatado de su inhumanidad a la plenitud de su dignidad humana.

Ahora hablemos de “literatura”. ¿Recuerda esas dos prositas que me leíste en el avión, las que te escribió el Espíritu Santo? ¡Así qué gracia Monseñor! Bueno, de todos modos quiero que me la regales como prometiste.

Y aquí te digo “adiosito” como diría nuestro venerado “brujo” del Micay, Guillermo Alomía (el recuerdo de este hombre me sigue desvelando, a la vez tan simple y misterioso). El Brujo Simón y su hada Claudia se unen a este abrazo de gratitud y afecto que te enviamos Monseñor, con nuestros mejores recuerdos y las más vivas esperanzas de verte. También abrazos muy cariñosos y fraternales a Magnolia, Marta, Matilde, Margarita María… Misioneras del amor… Marías del amor! ^Porque Amor se escribe con Amor.

Y no faltaba más: nuestra gratitud inmortal al timón homérico del reverendo hermano Isaías (¡Iza tu bandera de adioses, Odiseo!)

Querido Gerardo: en tu espíritu encomiendo mi espíritu.

Gonzalo Arango

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